Las miserias del capitalismo verde: Primera Parte

Tod@s hemos estudiado biología en el cole (ciencias naturales, en mi época). Los libros correspondientes nos decían, por ejemplo, que los ecosistemas se libran de sus desechos y reponen los elementos que necesitan según un proceso coherente y continuo: cuando la materia orgánica de un árbol (hojas y ramas) muere y cae al suelo, se descompone y forma nutriente natural que, junto con el agua y la energía solar, es asimilada por el sistema radicular y fotosintético del mismo árbol. Es decir, la naturaleza funciona constantemente según ciclos cerrados, ajustados y perfectamente equilibrados, tras millones de años de ‘experimentación’.

Jesús Iglesias

Pienso que se puede añadir algo más: durante todo este proceso, ese mismo árbol participa en el ciclo del carbono -absorbe una pequeña parte de la energía que le llega para fijar el CO2 en su propia estructura- donde se recicla a tasas superiores al 99% (nuestra civilización no recicla nada a escala amplia por encima del 50%); y usa la mayor parte de la energía incidente en participar en ciclo del agua de la biosfera -subiendo los nutrientes que necesita desde el suelo hasta las ramas y las hojas-. Un árbol, además, presenta un elevadísimo nivel de autorreparación, resiste las duras inclemencias del tiempo como pocas estructuras humanas lo hacen, puede vivir durante milenios y, mientras tanto, generar un bosque y alimentar a humanos y a animales. Y por si fuera poco, crea a su alrededor un microclima cuya sombra es más eficiente para enfriar el suelo que nuestros mejores aires acondicionados. En definitiva, un árbol, como dice Carlos de Castro, “es una máquina de eficiencia y capacidad a años luz de lo que el mejor ingeniero podría soñar”.[1]

La revolución verde: adiós a los ciclos cerrados

     En los años 50, el empleo masivo de nutrientes químicos aceleradores de producción de biomasa por parte de la nueva agricultura industrial, con el fin de obtener más cantidad de alimento, rompió el ciclo de la materia orgánica. Efectivamente, el modelo agroindustrial puede alardear de haber obtenido un incremento espectacular de rendimientos, pero lo ha hecho a base de insumos químicos, de mecanización y de simplificación, quebrando el equilibrio metabólico y la racionalidad ecológica inherente a la agricultura anterior, tradicional, enraizada en sus contextos geográficos y climáticos. Así pues, el ciclo de la materia orgánica, abierto y mantenido a base de insumos sumamente nocivos, ha certificado una dependencia total de la agroindustria respecto a los fertilizantes químicos y al petróleo con el que se fabrican. Toda la cadena alimentaria, de hecho, ha sufrido un progresivo desarraigo local para convertirse en un sector extremadamente petrodependiente y profundamente ineficiente en términos energéticos. La viabilidad de este sistema, teniendo en cuenta que nos acercamos peligrosamente a los límites de los recursos (suelo fértil, agua dulce, petróleo, fertilizantes, etc.), está claramente en entredicho. Pero se le ha llamado, curiosamente, revolución verde.
     Medio siglo después ya somos el doble de almas en este planeta, pero a costa de introducir en el circuito de materia orgánica -antes cerrado- elementos tóxicos y no reciclables. Debido a ello, la agroindustria es una de las actividades que más contamina, consume una desmedida cantidad de agua y energía, y destruye la biodiversidad del planeta. Pero si todo esto supone un montón de graves problemas, debemos entender que si falla la aportación de agrotóxicos -lo cual está empezando a suceder tras el pico del petróleo y a la espera de un colapso inevitable- este agrosistema artificial se desploma. Sobreviene entonces la muerte súbita, materializada en desertificación y hambruna universal. Un revolución, sí, pero tan negra como el petróleo que la alimenta.
     Con estos mimbres, podemos afirmar que estamos ante una estrategia profundamente antieconómica: por lo de pronto, a causa de tanto insumo tóxico (fertilizantes y fitosanitarios) el suelo está envenenado y perdiendo su fertilidad. Y cuanto más se empobrece, más fertilizantes agrotóxicos derivados del petróleo necesita. Así que en realidad Michael Pollan tiene toda la razón al decir que “cuando comemos del sistema alimentario industrial, estamos comiendo petróleo y vomitando gases de efecto invernadero”[2]. La cuestión de fondo aquí es que a aquél, que se nutre de una agricultura de ciclo abierto mantenida a base de agrotóxicos para el suelo, plantas y animales, no le interesa cerrar los ciclos de materia, de la misma manera que no le interesa la alimentación sana, ni la conservación de los ecosistemas. Su interés es puramente económico y cortoplacista, basado en el comercio de grandes distancias y el monocultivo de enormes extensiones, abastecido indirectamente por las grandes corporaciones petroleras. Antieconomía pura y dura.

El capitalismo verde: la naturaleza como negocio
     Tras la revolución verde, llegó el capitalismo verde, que no es ni más ni menos que considerar la naturaleza como un gran depósito de recursos infinito y dispuesto a ser explotado por los seres humanos sin más miramientos ni objeciones. Obviamente, esto lleva a una profunda degradación de multitud de ecosistemas, como vemos con los agrocombustibles o los cultivos de soja para pastos. En la selva amazónica, por ejemplo, ya se ha deforestado una superficie de selva similar al territorio de toda Alemania.[3] En el Cono Sur, donde la soja se extiende con voracidad, se están perdiendo nutrientes a marchas forzadas por la agresividad de este monocultivo, al tiempo que el suelo y el agua son contaminados por el glifosatos y otros agroquímicos. La producción de aceite de palma, principal insumo para la elaboración de biodiésel, responsable a su vez tala y quema de las hermosas y ricas selvas de Indonesia, genera el triple de gases de efecto invernadero que los combustibles fósiles[4]. Son apenas tres ejemplos de las bondades de este capitalismo verde.
    Este nuevo invento, creado para hacer realidad el ansiado desarrollo sostenible (por otro lado, una evidente contradicción de términos) afirma que, en virtud de las nuevas modalidades de reciclaje y de la innovación tecnológica, las mercancías y los procesos productivos son cada vez menos dañinos para el medio ambiente, por lo que todo el contenido de ese centro comercial que es la biosfera puede ser expropiado, apropiado y valorizado como cualquier mercancía. Y ahora llegamos al quid de la cuestión -y a su razón de ser-: el mercado es la herramienta ideal para reparar los problemas medioambientales existentes. La solución, pues, pasaría por la privatización y la mercantilización de la naturaleza. Ni más ni menos. Un disparate mayúsculo que la gran industria nos ha colocado con lacito incluido. Abordaré el tema del descarado vínculo entre capitalismo verde y estrategia neoliberal en los siguientes capítulos. Por lo de pronto, bastan las palabras de Alejandro Nadal: “el capital verde no es la solución a los graves problemas ambientales y mucho menos a la creciente desigualdad. Es una justificación ideológica a la necesidad de asegurar la continuidad de una relación social de explotación clasista“[5].
     Como el capitalismo ha demostrado tener siempre una gran capacidad para el cambio tecnológico, se entiende que ahora también encontrará la solución adecuada. Así pues, en virtud de un tecnooptimismo profundamente irracional -un descargo de conciencia, más bien-, la economía capitalista generará una serie de tecnologías que permitirán, entre otras virtudes, reducir el consumo energético y material (ignorando el famoso efecto rebote o Paradoja de Jevons, y desafiando, de paso, las leyes de la termodinámica), arreglar los desaguisados ecológicos y todo ello creando un flujo de inversiones que permita la introducción masiva de las innovaciones correspondientes. La realidad, por el contrario, es que, con una política macroeconómica orientada a cuidar los intereses del capital financiero (pues los capitalistas necesitan de expectativas de ganancias) y una inversión energética y material enorme en sectores industriales claramente perjudiciales (automóvil, siderurgia, minería, agricultura y ganadería industrial), la capacidad transformadora del sistema capitalista va a estar -ya lo está- fuertemente debilitada.
     Pienso que en lugar de estimular el crecimiento infinito de la tecnología, dependiente, como digo, de minerales básicos y, dicho sea de paso, con unos balances de carbono muy negativos, deberíamos apostar por hacerla más accesible, producirla con menos recursos, emplearla de otro modo y diseñarla de tal forma que los dispositivos de los que se sirva puedan preservarse largo tiempo en funcionamiento. El problema es que la tecnociencia sigue empeñada en crecer, en aumentar el PIB (un pésimo indicador de bienestar) y en hacerle el servicio a un capitalismo verde que no sólo yerra en el intento de conseguir esa pirueta imposible del desarrollo sostenible, sino que es, como han demostrado los hechos, claramente incompatible con la reducción de la emisión de gases de efecto invernadero, con la disminución del empleo de energías fósiles y de agua, y con la preservación de la biodiversidad. Si a esto sumamos el agotamiento acelerado del ‘almacén’ de materias primas y recursos no energéticos del planeta, la amenaza parece ya bastante más que seria.[6]

El imposible desarrollo sostenible

     Dejo para el final algunas pinceladas en torno a la idea de desarrollo sostenible, desde hace años tan trillada como absurda. De entrada, la buena acogida que tuvo en su momento (aún la tiene, sorprendentemente), se debe en gran parte a la deliberada y controlada dosis de ambigüedad que conlleva. Asume una preocupación por la salud de los ecosistemas pero la desplaza, como hemos visto hace varios párrafos, hacia el campo de la gestión económica. Esta indefinición y aquella ambigüedad hacen que las buenas intenciones (si las hubiera) se queden en eso. Tras el Primer Informe del Club de Roma, ‘Los límites del crecimiento’ se adoptó el término de ecodesarrollo para tratar de conciliar el aumento de producción (reclamado por el Tercer Mundo) con el respeto a los ecosistemas marinos y terrestres. Sin embargo, a instancias de Henry Kissinger (en aquellos tiempos Secretario de Estado con el presidente Gerald Ford), el término se fue modificando hasta que por fin se adoptó el de desarrollo sostenible. Naciones Unidas entendió que los economistas más convencionales aceptarían sin recelo la modificación, ya que se podía seguir promoviendo el desarrollo tal y como lo venían entendiendo ellos mismos. Así lo expresa Timothy O’Riordan: “la engañosa simplicidad del término y su significado aparentemente manifiesto ayudaron a extender una cortina de humo sobre su inherente ambigüedad”.[7]
     Así las cosas, desde que Donella Meadows pusiera en entredicho las nociones de crecimiento y desarrollo utilizadas en economía, venimos asistiendo a un peligrosísimo abandono de las preocupaciones que el propio informe que ella dirigió en 1972 suscitaban: si el actual incremento de la población mundial, la industrialización, la contaminación, la producción de alimentos y la explotación de los recursos naturales se mantienen sin variación, alcanzarán los límites absolutos de crecimiento en la Tierra durante los próximos cien años. La tesis principal que defiende el estudio es que, en un planeta limitado, las dinámicas de crecimiento exponencial (población, producto per cápita), no son sostenibles. De esta manera, el planeta pone límites al crecimiento, empezando por los recursos naturales no renovables, la tierra cultivable finita, y la capacidad de los ecosistemas para absorber la polución producto del quehacer humano.
     Veinte años después de este serio aviso, parecía que había cierto consenso en la comunidad científica, como lo atesora el documento elaborado por la UCS (Union of Concerned Scientists) de EEUU en 1992. Los 1.700 científicos firmantes, daban cuenta de su espíritu radical: “Los seres humanos y el mundo natural están en camino de colisión […] Muchas de nuestras prácticas actuales ponen en riesgo serio el futuro que deseamos para la sociedad humana y los reinos animal y vegetal […] Se necesitan urgentemente cambios fundamentales si es que queremos evitar nuestro presente camino de colisión. No disponemos de más de una o dos décadas para revertir los peligros que ahora tenemos si queremos evitar que el progreso de la humanidad quede enormemente disminuido”.[8]
Pero todo ha sido un espejismo; no sólo no hemos revertido los cambios, sino que continuamos imprimiento más y más velocidad a los mismos procesos que nos llevan al desastre. Carlos de Castro se sirve de un buen ejemplo: “el Titanic ya ha chocado con el iceberg y además lo ha hecho acelerando”.[9] Es evidente que la tendencia imperante -en general, no sólo entre políticos y economistas- es asumir acríticamente la meta del crecimiento (o desarrollo económico). La cultura del silencio sobre todo lo que tenga que ver con cuestionar este dogma, propiciada, en parte, por la retórica del desarrollo sostenible, es difícilmente discutible y supone para Godfrey M’Meweriria una “corrupción de nuestro pensamiento, nuestras mentes y nuestro lenguaje”[10]. Debemos bajar del pedestal la idea misma de crecimiento económico como algo deseable y advertir, como lo hace José Manuel Naredo, que “la sostenibilidad no será fruto de la eficiencia y del desarrollo económico, sino que implica sobre todo decisiones sobre la equidad actual e intergeneracional”.[11]

    En definitiva, el término desarrollo sostenible nos sirve para mantener la fe en el crecimiento mientras escapamos de la problemática ecológica y las connotaciones éticas que éste implica. Por mucho que las referencias a la sostenibilidad abunden por doquier, poca voluntad se aprecia en acometer la necesaria reconversión social que conlleva: desandar críticamente el camino andado, volver a conectar lo físico con lo monetario y la economía con las ciencias de la naturaleza. Hervé Kemp va un poco más lejos cuando dice que “el desarrollo sostenible tiene la única función de mantener los beneficios y evitar el cambio de costumbres modificando escasamente el rumbo”.[12] Serge Latouche nos lleva hasta el fondo de la cuestión: “Desarrollo es una palabra tóxica, sea cual sea el adjetivo con que se disfrace”.[13]

Notas: [1] Carlos de Castro, Defensa del gaiarquismo.
[2] Michael Pollan, En defensa de la comida.
[3] Julio García Camarero, La revolución verde y los eufemismos del capitalismo verde (Artículo).
[4] Nazaret Castro, ¿Qué comen los automóviles? (Artículo).
[5] Alejandro Nadal, ¿Qué es el capitalismo verde?.
[6] Jean Gadrey, Florent Marcellesi, Borja Barraguè, Adiós al crecimiento.
[7] Timothy O’Riordan, La política de la sostenibilidad.
[8] UCS, Alerta a la humanidad.
[9] Carlos de Castro, Defensa del gaiarquismo.
[10] Godfrey M’Meweriria, Tecnología, desarrollo sostenible y desequilibrio.
[11] José Manuel Naredo, Sobre el origen, el uso y el contenido del término desarrollo sostenible (Artículo).
[12] Hervé Kempf, Cómo los ricos destruyen el planeta.
[13] Serge Latouche, Pequeño tratado del decrecimiento sereno.
Fuente: - Menos es más - Imagenes:
Portal Libertario OACA

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