Colombia: El montañero que decidió resistir




Colombia es uno de los países con más biodiversidad del planeta, rico en flora y fauna y con una de las mayores reservas hídricas del mundo. En el año 2001 el código de minas declaró la minería como actividad de utilidad pública e interés social, con una de las normativas más flexibles del continente, que trae grandes beneficios y exenciones tributarias  para las multinacionales, además, un sistema de regalías que en contrapartida al daño ambiental y social genera pérdidas a la nación.

Hoy el 40% del territorio colombiano está concesionado o solicitado por empresas mineras, y el gobierno actual con su “locomotora” vislumbra la idea de transformar el país en una potencia del sector. Excusando el progreso económico se han dado títulos mineros en resguardos indígenas, páramos y parques nacionales. En los últimos trece años los grandes proyectos de infraestructura y minería acarrearon cifras escandalosas sobre desplazamiento y asesinatos: más de 2.000.000 de personas fueron desplazadas durante el gobierno de Álvaro Uribe, paradójicamente las zonas con mayor número de desplazamientos se transformarían más tarde en territorios para la ejecución de macroproyectos y en el modelo de la “prosperidad económica”.
En el año 2012 la Unidad de Planeación Minero Energética, asignó a la Empresa de Energía de Bogotá,  el proyecto Subestación Armenia, estribado en la instalación de 39 Kilómetros de líneas de alta tensión eléctrica apostadas en 81 torres, entre los municipios de Circasia y Filandia en el Quindío, y Dosquebradas y Santa Rosa de Cabal en Risaralda. Este trazado busca una supuesta salvaguardia de energía eléctrica en el Eje  Cafetero, para ello y en pro del “desarrollo” las torres serán afincadas en zonas de reserva ambiental, en el Parque Regional Natural la Marcada y en el Distrito de Conservación de Suelos Barbas Bremen, afectando la diversidad biológica y poniendo en peligro la vida de especies animales como el Mono Aullador, así comoterritorios campesinos con todas las problemáticas que de allí subyacen. El hado nacional se urde en medio de los macroproyectos, mientras tanto, las zonas aledañas naufragan en la penuria hilando cientos de historias campesinas que relatan la realidad colombiana.
Una de esas historias es la que se teje alrededor de Don Norbey Betancur “Chatarra”. Don Norbey nació en la comuna número 4 de Medellín, es el mayor de cuatro hermanos. En sus venas converge una mezcla de sangre muy particular: la familia de su padre, montañeros antioqueños de poncho y carriel, es oriunda de Don Matías, municipio ubicado en el norte del departamento.La historia de la familia materna parece una novela escrita en la época de la conquista. Su abuela, una indígena del Carmen de Atrato, su abuelo un español de apellido Layos que nunca quiso contar su historia.
El día de Don Norbey empieza a las cuatro de la mañana:“oa, oa, oa…. Niña, Negra…”. Una a una van llegando las vacas, esperando su turno en la empalizada para ser ordeñadas, el hombre alista la distracción, limpia la cantina y empieza con la rutina.
Cuandotenía cuatro años, su padre preocupado por la creciente violencia en el barrio Aranjuez, decidió dejar Medellín y buscar un sitio apropiadopara levantar a los hijos de Doña María Layos. En el año 76 llegó la familia Betancur Layos a la vereda El manzano en el municipio de Pereira. Con el empuje típico de los paisas Don Julio Betancur empezó a hacerse con las propiedades del fallecido Juan Chatarra, compró la finca, algunas casas de la vereda, cabezas de ganado, hasta el sobrenombre del finado pasó a ser posesión de Don Julio.
“Este es el niño, y solo come cuando llamo la niña para ordeñarla, en unos 7 meses ya va a empezar a montar las vacas, este es clasudo”, va diciendo Don Norbey mientras llama al pequeño pincher, que al mejor estilo de los Boyeros australianos es el encargado de vigilar que las reses respeten la fila.
Los años pasaban en la vereda El manzano, mientras Doña María arriaba el ganado y velaba por sus hijos, el viejo Julio andaba de jolgorio jugando al dado todas sus pertenencias. Doña María, una mujer valerosa y fuerte, cansada de la situación, decidió vender lo poco que quedaba y en compañía de su hija emprender la travesía por Centro América para cruzar el rio Grande y lograr el anhelado “Sueño Americano”. Norbey fue tres veces a Estados Unidos a visitar a su familia y a probar suerte, nunca se acomodó. “La tierrita jala mucho” dice.
“Ya empezaron a hacer bulla los viejos, ahora, por ahí a las nueve, apenas salga el sol y empiece a hacer calorcito suben hasta el borde de la finca, ahí los ve uno trepados en los Yarumos”, se refiere obviamente a los Monos Aulladores, alegoría de la riqueza natural del Barbas.
Mientras su mamá y su hermana prosperaban en Estados Unidos, Norbey transitaba los días combinando el trabajo de chofer de bus en Pereira, con el trabajo en el campo. Don Julio ya vivía en una finca de alquiler en  el paraje “el bizcocho”, en el municipio de Filandia en el Quindío, juntoal cañón del rio Barbas. Hasta allí llegaba todos los días el hijo a saludar a su padre. “Uno es montañero, ese trabajo de chofer no era para mí”. El último día de su profesión de transportista transcurría con normalidad en medio de los trancones citadinos, entonces un joven disgustado con la lentitud del servicio apuntaló una navaja en el cuello del piloto. “Todos los choferes tienen una peinilla de 18 pulgadas debajo del asiento”, cuenta sonriente este hijo de María Layos. Tres planazos se llevó el joven incauto, y hasta ese día duró el trabajo del conductor.
“Ya voy a llevar la leche, Ahora que venga del pueblo bajamos al río, para que vea la libertad que se siente, eso es lo que no ven los de las torres”.
Por esos días el dueño de la finca donde estaba Don Julio se decidió a venderla, los primeros en ser comunicados fueron los Betancur Layos. La hermana en Estados Unidos tenía el dinero ahorrado y fue así como las treinta cuadras en el cañón del río Barbas pasaron a ser propiedad de la familia. Norbey se hizo cargo, primero vivió con Don Julio y luego con su abuela, la Indígena del Carmen de Atrato que no gustaba de ir al médico, porque creía en la medicina natural, en la sabiduría de la tierra y el bosque. Con frecuencia le pedía al nieto que consiguiera espigas de Yarumo para hacer mejunjes y ungüentos para todo tipo de dolores. Luego vino Yuri, la esposa y madre de sus dos hijos, esos que le iluminan el rostro solo con nombrarlos, por ellos se levanta todos los días.
“Camine pues, bajemos hasta el río para que vea la belleza. Ese de ahí es un roble negro, y ese amigo es el manzanillo, dicen que Judas cuando vendió al señor se colgó en un manzanillo, y por eso el palo hace lo que hace, claro que al lado siempre está el espadero, que es la cura”.Relata Norbey, advirtiendo sobre la dermatitis que puede causar el exponerse a la sombra del “hinchador”.
Hace dos años Don Julio, el jugador de dado, el juerguero y negociante antioqueño de Don Matías, apareció muerto en un misterioso evento. A Norbey el mundo se le acabó, la muerte del padre junto a la presión ejercida por los peones de la Empresa de Energía de Bogotá para instalar dos torres de alta tensión en su propiedad, al lado de su casa, en los campos por donde corren  sus hijos, en los potreros donde alimenta las vacas, en el bosque donde aúllan los viejos, todo eso lo impulsaría a tomar la decisión de vender la finca, comprarse un camión y volver a la vida que una vez había despreciado.
“Este es el río Barbas, para allá es Risaralda y nosotros estamos en el Quindío. Yo sueño con la libertad, y acá tengo libertad, acá no hay peligro de nada, uno puede andar por todo lado tranquilo, los avisos que hay en la entrada, nos tocó ponerlos por la gente de las torres”.
Cuando decidió contarles a su esposa y a sus dos hijoslos planes de marcharse, la respuesta de la niña de ocho años lo dejaría sin aliento. Sería ese nuevo impulso de seguir luchando: “Papá, y si vendemos la finca, quien va a cuidar a los perritos, quien va a cuidar las vacas y las gallinas, que va a pasar con el caballo que dejó el abuelo”. Norbey cuenta que esas palabras borraron cualquier idea diferente a la de luchar por su tierra y velar porque sus hijos tuvieran un mejor porvenir.No había que vender nada, sólo levantarse contra el dolor por la muerte del padre y oponerse a la instalación de las “torres del progreso”.
Hoy, el hijo de Doña María y Don Julio se  convirtió en un símbolo de resistencia frente al abuso cometido por aquellos que se creen omnipotentes. Norbey, ese montañero amable de sangre paisa e indígena, sigue luchando contra el avasallamiento del monte, contra el desplazamiento de los animales, contra la contaminación del agua, batallando para que los hijos de sus hijos puedan disfrutar de la brisa gentil y del murmullo incesante del bosque y del río.
“Aquí va la torre 39, y en aquel filo la 40” dice él señalando los puntos contemplados en el trazado del proyecto “ellos creen que no necesitan del campo, y la ciudad necesita del campo y de los campesinos, si acaban con esto, ¿qué van a comer? ¿Será que van a comer energía?”







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