¿Crecimiento sostenible?





El pasado día 2 de noviembre la ONU volvió a lanzar una dura advertencia a la humanidad sobre el deterioro del planeta a causa del cambio climático. Casi un millar de científicos han elaborado un extenso informe, preparatorio de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático de París del próximo año, en el que concluyen que si no se toman las medidas adecuadas “no hay un plan B, porque no existe un planeta B”. Como señala el responsable de la Organización Meteorológica Mundial, “con este informe en las manos, la ignorancia ya no puede ser un argumento para justificar la inacción”. Según el Panel Intergubernamental contra el Cambio Climático (IPCC), los países deben limitar las emisiones de gases de efecto invernadero -abandonando los combustibles fósiles, fundamentalmente -, entre un 40% y un 70% para 2050 y eliminarlas totalmente en 2100. Los científicos encargados de velar por el clima y la supervivencia afirman que la lucha por impedir el aumento de la temperatura global en 2ºC, mejorando la eficiencia energética, puede ser la gran revolución económica del siglo XXI. 

Para hacer frente al daño ecológico en la Tierra, desde los años setenta se puso en marcha un movimiento encaminado a generar una conciencia mundial sobre el desarrollo sostenible, el desarrollo sustentable o el desarrollo perdurable: el primer informe del Club de Roma en 1971; la Conferencia de Estocolmo, en el 72; la ONU y su proyecto de Ecodesarrollo; la comisión Brundtland, que acuñó el término de Desarrollo sostenible, entendido como el desarrollo que “permite satisfacer las necesidades actuales sin comprometer las necesidades de las generaciones futuras”; de nuevo el Club de Roma (20 años después); la Cumbre de Río del 92; la Agenda 21; Kioto; la Carta de Aalborg; la Declaración del Milenio de la ONU del 2000; el informe Stern; las Cumbres de Bali y Copenhague y otras.., y por tercera vez el Club de Roma, planteándonos un escenario muy preocupante para el 2052.., y los informes contundentes del IPCC, entre otros. Todos ellos han marcado una agenda para la preservación del medio ambiente frente al desarrollismo y el agotamiento de los recursos y para intentar romper con los desequilibrios entre los pueblos de la tierra. 
Pero hasta ahora ha servido de muy poco. La realidad es que la temperatura del planeta sigue creciendo, el deshielo del Ártico y los glaciares se hace más patente, las catástrofes naturales se suceden con frecuencia, el nivel del mar continúa aumentando, la seguridad sanitaria, la pobreza y la desigualdad no dejan de avanzar… Mientras todo esto sucede, una gran parte del capitalismo salvaje lo niega; otros consideran que no tiene ningún sentido restringir el crecimiento dado que si los países desarrollados lo hicieran, detrás vendrían los emergentes y más tarde los países menos desarrollados y que en definitiva no hay más opciones que las de seguir creciendo y consumiendo; algunos defienden que sería demasiado caro combatirlo o que la Tierra genera suficientes recursos y energía inagotable y otros se apropian inmoralmente del término sostenible para intentar edulcorar las prácticas neoliberales más duras, intentando impregnarlas de legitimidad medioambiental. 
Son estos últimos los que han conseguido prostituir el término hasta convertirlo en algo huero, carente de significado y vehículo justificativo de las políticas neoliberales socialmente injustas y de crecimiento sin freno que, aluden, pretenden ser limitadas por el empecinamiento de los estados de intervenir en la economía y quebrar la pureza de los mercados libres que no deben tener más límites que los de su propio ejercicio. Un ejemplo claro del envilecimiento del término sostenible nos lo mostraba hace unos días el presidente de Repsol, la compañía que quiere poner en riesgo nuestro turismo y nuestra biodiversidad con prospecciones y extracciones de petróleo en aguas canarias. Antonio Brufau firmaba un artículo en el periódico Cinco Días, el mismo fin de semana en que el IPCC hacía público su informe, que titulaba “Un viaje hacia la sostenibilidad”. Para el petrolero la sostenibilidad consiste en poner la innovación en el centro de la estrategia empresarial y en tener capacidad de transformación para crecer reformulando las propuestas y el trabajo compartido del personal. Más de lo mismo pero con más eficiencia para producir más y para ganar más y ni una palabra en el texto sobre el medio natural. Nada dice de poner fin a las reformas laborales que han empobrecido a los trabajadores y cercenado sus derechos. Ni de la necesidad de transformar el modelo energético ni de frenar las extracciones de fósiles, cada vez más escasos y situados a mayor profundidad, de acuerdo con las indicaciones de la Agencia Internacional de la Energía (AIE), que insta a que dos tercios permanezcan sin extraer. 
Por estas y otras razones empieza a hacerse hueco a nivel planetario una corriente que hunde sus raíces en la economía y en la filosofía (Georgescu Roegen, Latouche, Taibo. Mosangini…), que se opone al crecimiento continuo, revestido en muchas ocasiones de sostenibilidad amañada y que plantea la necesidad de que empecemos a pensar en que la supervivencia de Gaia solo es posible desde el decrecimiento. Desde el freno al crecimiento y al consumo ilimitado. Desde un cambio de modelo que se enfrente a la obsolescencia programada, al gasto energético sin control, al consumo desmedido, al derroche que obvia lo finito de los recursos. A las injusticias sociales. 
En estos días pudimos leer en el digital Público una interesante polémica, con este debate como trasfondo, entre Juan Torres y Antonio Turiel, previa a una no menos esclarecedora entre V. Navarro y Florent Marcellesi. Turiel, al hilo de los comentarios en las redes sobre el encargo de Podemos a Torres y Navarro de su programa económico, los acusaba de defender propuestas neokeynesianas de crecimiento basado en la redistribución, sin más, frente a la austeridad suicida del neoliberalismo. Mientras el keynesiano Paul Krugman afirmaba recientemente que es errónea la idea de que el crecimiento es incompatible con las medidas climáticas, el socialdemócrata español y exministro Jordi Sevilla se preguntaba si es posible crecer sin crecer en PIB. Lo que si parece estar claro es que cada vez son más los que cuestionan que el único indicador de la economía y de la calidad de vida sea el PIB y no otros índices de progreso, desarrollo humano y calidad de vida que miden más allá del crecimiento económico puro y duro. 
Indicadores como la Encuesta Mundial de Valores son tajantes a la hora de afirmar que el ritmo de consumo desenfrenado no solo pone en riesgo la salud del planeta sino que separa al 28% de la población pudiente mundial de las otras tres cuartas partes cuyo máximo objetivo es sobrevivir. Y existen muchas alternativas a este modelo neoliberal que pasan por no aceptar que solo valemos si consumimos; que tenemos que apostar por lo cercano en sus acepciones humanas y económicas; que los medios de producción no pueden estar en manos de unos pocos que condicionan nuestra existencia; que lo público debe ser garante de una redistribución justa y ambientalmente sostenible de los recursos; que la eficiencia, el ahorro y el cambio de modelo energético son imprescindibles; que no podemos renunciar a la justicia social y a la igualdad… Eso debe ser, en definitiva, el desarrollo sostenible no corrompido. Como afirma Adela Cortina (Lo sostenible no es siempre lo justo. El País), “por eso en el caso de las sociedades es aconsejable sustituir el discurso de la sostenibilidad por el de la justicia, el del desarrollo sostenible por el del desarrollo humano y la sostenibilidad medioambiental. Y en vez de empeñarse en construir una economía o una sanidad sostenibles, en vez de hablar de pensiones o ayudas a la dependencia sostenibles, bregar para que sean justas”. 

Imagen: www.comunidadism.es - blogs.iadb.org

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