Planeta prohibido




Lo que los teóricos neoliberales llaman adelgazar el Estado se parece más a adelgazar la democracia: reducir los medios por los que los ciudadanos pueden reducir el poder de la elite. Lo que ellos llaman “el mercado” se parece más a los intereses de las corporaciones y los muy ricos. El neoliberalismo no parece más que una justificación de la plutocracia. No podemos moderar el cambio climático sin una lucha política contra esa plutocracia.
La mayor crisis de la humanidad coincide con el auge de una ideología que impide abordarla. A finales de los años 80, cuando resultó evidente que el cambio climático causado por el hombre ponía en peligro el ecosistema del planeta y a sus habitantes, se apoderó del mundo una doctrina política extrema cuyos dogmas prohíben el tipo de intervención necesaria para detener el peligro.
El neoliberalismo, conocido también como el fundamentalismo del mercado o la economía del laissez-faire, pretende liberar el mercado de la interferencia política. El Estado, afirman, lo único que tiene que hacer es defender la situación, proteger la propiedad privada y eliminar las barreras a la empresa. En la práctica es otra cosa. Lo que los teóricos neoliberales llaman adelgazar el Estado se parece más a adelgazar la democracia: reducir los medios por los que los ciudadanos pueden reducir el poder de la elite. Lo que ellos llaman “el mercado” se parece más a los intereses de las corporaciones y los muy ricos. El neoliberalismo no parece más que una justificación de la plutocracia.
La doctrina se aplicó por primera vez en Chile en 1973, cuando antiguos estudiantes de la Universidad de Chicago, seguidores de las prescripciones extremas de Milton Friedman y dotados de fondos por la CIA, colaboraron con el general Pinochet para imponer un programa que habría sido imposible en un Estado democrático. El resultado fue una catástrofe económica en la que los ricos, que se apropiaron de las industrias privatizadas y de los recursos naturales que quedaron sin protección, prosperaron sobremanera.
El credo fue adoptado por Margaret Thatcher y Ronald Reagan. El FMI y el Banco Mundial forzaron su ejecución en el mundo pobre. En la época en la que James Hansen presentó ante el Senado estadounidense, en 1988, el primer intento detallado de modelar los futuros crecimientos de la temperatura, la doctrina ya se había implantado en todas partes.
Como vimos en 2007 y 2008 (cuando los gobiernos neoliberales se vieron obligados a abandonar sus principios para rescatar a los bancos), difícilmente podía existir un conjunto peor de circunstancias para abordar cualquier tipo de crisis. Hasta que no hubiera elección, el Estado que se odia a sí mismo no intervendría, por aguda que fuera la crisis o graves las consecuencias. El neoliberalismo protege los intereses de la elite contra todos los demás.
Prevenir la ruptura climática —los cuatro, cinco o seis grados de advertencia que predicen para este siglo extremistas verdes como, hum..., el Banco Mundial, la Agencia Internacional de la Energía y PriceWaterhouseCoopers— significa enfrentarse a las industrias del petróleo, el gas y el carbón. Significa obligar a esas industrias a abandonar cuatro quintas partes o más de las reservas de combustible fósil que no podemos permitirnos quemar. Significa cancelar la prospección y desarrollo de nuevas reservas —¿qué sentido tiene, si no nos podemos permitir usar las que ya tenemos?— y revertir la expansión de cualquier infraestructura (como aeropuertos) que no se pueda usar sin esas reservas.
Pero el Estado que se odia a sí mismo no puede actuar. Apresado por intereses económicos que se suponía que la democracia tenía que controlar, solo puede sentarse en el camino como un conejo, con las orejas levantadas y los bigotes temblando, mientras el camión atronador se dirige hacia él. La confrontación está prohibida y la acción es un pecado mortal. Quizá se pueda dispersar un poco de dinero para nuevas energías; pero no se puede legislar contra las antiguas.
Por eso Barack Obama lleva adelante una política a la que llama “Todo lo anterior”: eólico, solar, petróleo y gas. Ed Davey, el ministro británico para el cambio climático, la semana pasada lanzó en los Commons una factura energética cuyo propósito era decarbonizar el suministro de energía. En el mismo debate, prometió que “maximizaría el potencial” de la producción de gas y petróleo en el Mar del Norte y en otros yacimientos offshore.

Lord Stern describió el cambio climático como “el mayor y de más alcance fracaso de los mercados que se ha producido nunca”. La inútil Cumbre Climática de junio; las débiles medidas que se están debatiendo ahora en Doha; la factura energética y el documento sobre reducción de la demanda de electricidad dado a conocer en Gran Bretaña la pasada semana (mejor que solo se hubieran equivocado en la escala del problema) dejan al descubierto el mayor y de más alcance fracaso del fundamentalismo del mercado: su incapacidad para abordar nuestra crisis existencial.
El legado de mil años de nuestras actuales emisiones de carbono basta para convertir en astillas cualquier parecido con la civilización humana. Las sociedades complejas han sobrevivido a veces al auge y caída de imperios, a plagas, guerras y hambrunas. No sobrevivirán a seis grados de cambio climático mantenido durante un milenio. A cambio de 150 años de consumo explosivo, gran parte del cual no hace nada por mejorar el bienestar humano, estamos atomizando el mundo natural y los sistemas humanos que de él dependen.
La cumbre (o colina) climática de Doha y el ruido y la furia de las nuevas medidas del Gobierno británico son una prueba de los límites actuales de la acción política. Vayamos más lejos y rompamos su pacto con el poder, un pacto que es disfrazado y validado por el credo neoliberal.
El neoliberalismo no es la raíz del problema: es la ideología usada, a menudo retrospectivamente, para justificar que una elite no controlada se haga globalmente con el poder, los bienes públicos y los recursos naturales. Pero el problema no podrá ser abordado hasta que se haga frente a esa doctrina mediante alternativas políticas eficaces.
Dicho de otra manera, la lucha contra el cambio climático y contra todas las crisis que asolan ahora a las personas y al mundo natural no se podrá ganar sin una lucha política más amplia: una movilización democrática contra la plutocracia. Creo que esto debería iniciarse con un esfuerzo para reformar las finanzas de las campañas: los medios con los que las corporaciones y los muy ricos compran las políticas y a los políticos. Algunos vamos a lanzar una campaña al respecto en el Reino Unido en las próximas semanas, y espero que la firmen.
Pero eso apenas es un principio. Debemos empezar a articular una nueva política: una que considere legítima la intervención, que tenga un propósito que vaya más allá de la emancipación de las empresas disfrazada de libertad de mercado, que ponga la supervivencia de la gente y el mundo natural por encima de la supervivencia de unos cuantos sectores industriales favorecidos. Dicho de otro modo, una política que nos pertenezca a nosotros, no solo a los muy ricos. 
Artículo original: http://www.monbiot.com/2012/12/03/forbidden-planet/ The Guardian Traducido por Víctor García - Globalízate www.globalizate.org

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