Biodiversidad y decrecimiento







En la naturaleza la jerarquía es un mito, el linaje no importa porque, simplemente, se fluye, como el vuelo de los vientos o las corrientes de las aguas. Es la Biodiversidad el verdadero rey león de la jungla; el ser humano una parte más del todo, alejado de la renacentista visión antropocéntrica. Compartir con el resto el espacio, coevolucionar todos juntos es la idea para seguir viviendo, porque es la fórmula que nos ha traído hasta aquí.

Sin embargo, estamos jugando mal la partida, y lo peor es que sólo nos permiten una. Mal porque empezamos hace ya tiempo a utilizar otras reglas del juego sin cambiar de tablero. Es tiempo ahora de olvidar aquello del “desarrollo sostenible” (diferentes formas de llamar igual al mismo concepto base: nuestro egoísmo) y empezar un desarrollo saludable, un decrecimiento.  Curarnos del cuadro claro de obsesionitis aguda que padecemos por el valor monetario y creernos de una vez que nadie puede ponerle precio al ciclo del agua, ni a la regulación del clima, ni a la polinización…, (aunque el Comercio de Misiones lo intente); o que por millones de euros que paguemos para cerrar el agujero de la capa de ozono, es inútil porque la naturaleza ni se compra ni se vende. En definitiva, reflexionar sobre el daño irreversible que hemos causado a nuestros compañeros de viaje.
Hemos imitado el correr de las liebres, el nadar de los peces, el volar de los pájaros, el aroma de las flores, ¡hasta los ronquidos del cerdo! Nos hemos desarrollado sirviéndonos de la biomímesis, la ciencia que nos ayuda a copiar la estructura biosferal de La Tierra. Así somos pues, una imitación barata de la naturaleza. Barata porque con la misma receta nos hemos inventado la basura, que en el ecosistema no existía, y ahora andamos inmersos en ella. Pese a quien le pese, somos el único eslabón que en vez de ayudar a sacar adelante la cadena (cada cual con su función) la rompemos erigiéndonos dueños y señores de la misma.
Porque no podemos seguir creciendo infinitamente en un mundo finito. Y no es sólo una cuestión de polución y degradación del ecosistema, que de por sí es ya motivo suficiente, es una cuestión vital, de supervivencia. Si seguimos proponiendo como base social la concepción preindustrial de la economía de mercado, la adoración del capital, jamás nos entrará en la mollera pensar que el decrecimiento implementado a través de una responsabilidad individual es factible; y no sólo posible, sino necesario.
Un modelo en el que no existiera la ganadería ni la pesca ni la agricultura intensiva. En la propuesta decrecimentista, además, se pondrían en marcha programas comunitarios fundamentales para el cuidado de personas en todos los segmentos de edad y en todas las condiciones de salud y de autonomía personal; se apostaría por el cultivo ecológico, las energías renovables, el comercio local, la descentralización, el consumo responsable; en definitiva, un sistema de microeconomía que se apoya en una elevada ocupación de mano de obra.
Bien cierto es que el aumento demográfico es un obstáculo para ralentizar la destrucción ecológica, pero no es más limpio quien más limpia, sino quien menos ensucia. Y no debe ser esta una justificación que nos exima de los hechos y consecuencias de los que somos responsables. Muchos, sí, pero si el desarrollo evolutivo nos ha traído hasta aquí es porque existe la posibilidad de convivir, de convivir los humanos con el resto de especies y el entorno. Y aunque seamos seis mil millones de habitantes en el planeta, nuestro ritmo de consumo tiene que acompasarse con el sistema cíclico de la naturaleza, donde las etapas comienzan y se acaban para dejar paso a otras por ley natural.
El bios ha coevolucionado eternamente con el entorno terrestre, con sus recursos, pero nosotros, con apenas unas milésimas de segundos de existencia en el planeta Tierra, hemos producido/consumido a una velocidad muy superior a la capacidad de regeneración del planeta. De ahí que muchos ecólogos advirtieran ya en 2006 que “o apostamos por la reducción planificada del crecimiento económico de los países ricos o el mundo se aproxima muy deprisa a una crisis económica gravísima”.
La etapa que le sigue a esta es la guerra por los recursos. Ahora que el petróleo se agota, las grandes empresas ponen las miras en el Salar de Uyuni, Bolivia, para explotar su gran reserva de litio. El litio será el futuro para la construcción de las baterías de los coches eléctricos (aparte de utilizarse en móviles y portátiles sobre todo). Evo Morales se ha puesto ya manos a la obra y ha encargado la investigación científica de la zona a Irán, país que, siendo uno de los grandes poseedores de piscinas petrolíferas, no tendrá intención alguna en sacar tajada del asunto y aprovecharse de los bolivianos. Tras estas maniobras hollywoodienses del estado plurinacional, los países occidentales han afilado dientes y agudizado la vista para intentar meter el olfato en el negocio del oro del siglo XXI, sin pararse a pensar que quizá habría que empezar a desmaterializar la felicidad, a “vivir sencillamente para que otros puedan sencillamente vivir”.
Quizá nuestro destino sea la extinción, la autodestrucción. Quizá la superpoblación, acompañada de las complejas estructuras y relaciones sociales que hemos creado nos lleven al revuelo mundial auspiciado por la degradación de la diversidad ecológica y, por ende, por la falta de recursos. Si los dinosaurios desaparecieron hace millones de años, después de haber vivido otros tantos, ¿por qué no íbamos a hacerlo nosotros? Desde el punto de vista científico, es un hecho bastante lógico. La especie más antigua del planeta tiene 200 millones de años, los camarones, y ahora están en riesgo de desaparecer. No sólo estamos aquí de paso a título personal, la especie entera lo está. No somos el colofón de la evolución, sólo formamos parte de ella y debemos tener conciencia del alcance de nuestras acciones. No sólo para que nuestra especia viva más en el planeta, sino para que sea el planeta el siga aquí después de que nosotros ya nos hayamos ido.
En cualquier caso, Nicholas Georgescu-Roegen habla de un cambio de sentido. Padre de la nueva ciencia económica, la bioeconomía, predica que lo prioritario es el equilibrio entre el vasto sistema ecológico, dinámico y rico, y las necesidades humanas no sólo actuales, sino futuras.
Por eso, aunque la partida sea única, pululan por el tablero del juego casillas estratégicas que nos invitan a ir para atrás, la cuestión es, ¿cuándo?

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