Madrid, 1970: El accidente nuclear que silenció Franco







Unai Mezcua
Kaos en la Red



Era sábado, 7 de noviembre de 1970. Faltaban apenas unos minutos para las tres de la tarde, hora en la que la mayoría del personal de la Junta de Energía Nuclear -hoy llamada CIEMAT- empezaría sus vacaciones de fin de semana. Y, entonces, llegó el desastre: una junta mal soldada falló, y entre cuarenta y ochenta litros de refrigerante del reactor nuclear Coral 1, instalado en la Ciudad Universitaria de Madrid, se vertieron al río Manzanares, pasando rápidamente a las decenas de huertas que el río regaba en aquellos años. Nadie, fuera del ámbito militar y del CIEMAT, sabría nada de ello en veinticuatro años.
Salvando los problemas iniciales -los militares no tendrían ni pajolera idea de como juntar las piezas del armatoste hasta que, en un golpe de suerte, pudieron analizar cuatro bombas termonucleares procedentes de un B52 norteamericano accidentado en Palomares, en el 66- para 1970 los militares ya tenían una idea cercana de como construir una bomba nuclear*.Pero… ¿qué hacía un reactor nuclear en plena Ciudad Universitaria, a quince minutos del centro de Madrid? Para responder a esta pregunta, debemos retroceder doce años en el tiempo, concretamente, a 1958. Ese año, el Generalísimo Franco inaugura en la Avenida Complutense, 22, un moderno centro de investigación: el Centro Nacional de Energía Nuclear Juan Vigón, sede central de la JEN, que servirá de hogar al Corel-1. Durante los siguientes años, el Centro se entregará a una frenética actividad para lograr el sueño húmedo del Generalísimo y de su mano derecha (metafórica), el Almirante Luis Carrero Blanco.
Sin embargo, tanta premura, unido al hecho de no poder pedir ayuda experimentada a Estados Unidos ni a la Organización Internacional de la Energía Atómica -el Tío Sam no quería una nueva potencia nuclear en la caliente Europa de la Guerra Fría- hicieron que el diseño del Centro Juan Vigón se demostrara a la larga algo chapucero. Juntas mal soldadas, alguna deficiencia estructural, un personal en su mayoría no muy experto… Si a esto unimos que la colina de la Complutense, sobre la cual descansa el complejo, era una tierra muy porosa y muy cercana al río Manzanares, pues tenemos un arriesgado cóctel… que finalmente, explotó. Y con esto llegamos de nuevo a 1970, al fatídico sábado en el que una cantidad importante de refrigerante repleto de átomos radioactivos se filtró al subsuelo madrileño, y de ahí, al Manzanares.
Cualquier madrileño sabrá que el Manzanares no es el Sena, ni el Támesis -su escaso caudal ha sido burla para decenas de escritores, desde Alejandro Dumas hasta Quevedo (“Manzanares, Manzanares/arroyo aprendiz de río”) pasando por el refinado Góngora (quién precisamente no fue muy fino con él cuando compuso sobre él ”¿Cómo ayer te vi en pena, y hoy en gloria?/Bebióme un asno ayer, y hoy me ha meado”)- pero sus 10 – 15 m³ de caudal medio bien daban para regar numerosas huertas que, desde Villaverde Bajo hasta Aranjuez, alimentaban a medio Madrid. Por eso, el vertido, de entre cuarenta y ochenta litros de refrigerante altamente contaminado -contenía Estroncio-90, Cesio-137, Rutenio-106 y partículas de Plutonio- debería haber desatado la inmediata alarma entre las autoridades. Nada más lejos de la realidad: tuvieron que pasar dos días hasta que se tomaron las primeras medidas.
Así lo afirma, al menos, un informe confidencial citado por El País y fechado el 18 de noviembre de 1970, el cual recoge que ”A las 2.45 horas aproximadamente cesaron las actividades relacionadas con el accidente y no se reanudaron hasta el lunes siguiente, día 9 de noviembre”. Eso no es todo… porque el Centro Juan Vigón, responsable de la fuga, no redactó un informe que aconsejara las medidas a tomar hasta el 14 de enero, dos meses después del escape. En el legajo, se aconsejaba, entre otras cosas, ”Impedir el consumo de los vegetales que crezcan en las parcelas contaminadas ( … ) Impedir el riego con agua de los canales y ríos que contengan agua o fangos contaminados”. Además, en el mismo informe se pedía una evaluación de “los riesgos a causa de la ingestión de alimentos contaminados con Estroncio-90″. Muy tarde: resulta evidente que, dos meses después del suceso, ya se habrían consumido decenas de hortalizas contaminadas.
Pero, además, estos consejos se cumplieron sólo en contadísimos casos, muy probablemente para no causar alarma entre la población, expuesta a una contaminación externa e interna por los efectos de la cantidad de líquido fugado, pero también para no provocar preguntas incómodas de Estados Unidos y de la OIEA. No solo no se cumplieron los consejos, sino que se permitió sin problema a los hortelanos seguir vendiendo las hortalizas contaminadas, como así atestiguan los testimonios recabados por El País en 1994, año en que por fin se hicieron públicos algunos de los informes referidos al suceso:
Benigno Girón, hortelano de 64 años., sigue hoy cuidando su huerta en Valcarrada Chica (Villaverde Bajo), a media docena de kilómetros del edificio del JEN. Girón tenía 40 años cuando dos inspectores, acompañados de un policía, aparecieron por su campo, que linda con el río Manzanares. “Se llevaron dos o cuatro sacos de escarolas, lechugas y repollos; hicieron lo mismo dos semanas más tarde”,-, recuerda Benigno Girón. “Nunca me dijeron qué pasaba y, como siempre, vendí todo en el mercado de Madrid”. Benigno comenta que él también comió productos de aquella cosecha. Hace 14 años, este hombre fue operado de un cáncer de laringe. Nunca se sabrá si su enfermedad guarda o no relación con el accidente por una sencilla razón: jamás se hizo un estudio epidemiológico de las zonas afectadas.
En Perales del Río (Madrid), cerca ya del Jarama, el hortelano Luis Lafuente también recuerda “algo raro que ocurrió en aquel año”. “Las hortalizas empezaron a secarse y tuvimos que dejar de regar varios días”. “Nos dijeron que era por un vertido de gasoil”. Las plantas que no se secaron fueron vendidas en el Mercado Central de Madrid.”
Más abajo, en San Martín de la Vega, en plena vera del río Jarama, Celedonio Guijarro también demuestra buena memoria: “Se llevaron barro de las caceras (canales de riego) y meses después se comentó que el agua había bajado con átomos”. Felipe Sevilla, uno de los principales propietarios del pueblo, le interrumpe: “¡Aquí hay que hablar con cuidado! No pasó nada. No se llevaron ni una de nuestras verduras, que son las mejores de España, y aquí no se ha muerto nadie, salvo por accidentes”. “Todos estamos gordos y sanos”, subraya Celedonio.
José Manuel Garayalde tenía entonces una finca en Gózquez de Abajo, perteneciente al municipio madrileño de San Martín de la Vega: “Vinieron unos técnicos de la Junta de Energía Nuclear, vestidos con batas blancas, y compraron -toda la cosecha de coliflor que teníamos. Dijeron que estaban haciendo investigaciones sobre un nuevo pienso para el ganado. Pagaron una señal de ’10.000 pesetas y se llevaron una partida de las hortalizas en una furgoneta”.
Y, todo esto, pese a que los informes de los técnicos de la JEN -los que por fin comenzaban a redactarse- señalaban que la contaminación en las zonas hortícolas del sur de Madrid era elevadísima. Según afirma a El País en el 94 uno de los técnicos de la JEN que realizó las inspecciones -y que prefiere mantenerse en el anonimato-, “en muchas ocasiones”, cuando patrullaba por la vega del Jarama, “el contador subía al límite, que era 15.000 cuentas por segundo, cuando lo normal en el ambiente suele ser entre 100 y 120 cuentas por segundos”. Otros informes desclasificados, también de la JEN, señalaban que en zonas muy próxima a la Ciudad Universitaria se midieron dosis de radiactividad un millón de veces superior a lo tolerable a lo largo de todo un año. Diez días después del accidente, en los ríos Manzanares y Jarama se detectaron dosis de hasta 10.000 veces la permitida. Incluso en Toledo se detectó una elevada radiación. Y en Aranjuez la cifra se elevó a 75.000 veces la dosis permitida.
Así, en lugar de avisar a la opinión pública y, quizás, salvar vidas -directamente, que se sepa no murió nadie, pero es posible que se produjera un aumento del número de caso de cáncer en la región como consecuencia- se optó por echar tierra sobre el asunto. Como también se echó sobre las pocas -en términos relativos- toneladas de hortalizas requisadas,que se enterraron en un terraplén dentro de los mismos terrenos de la Ciudad Universitaria.Finalmente, en 1984, el CIEMAT -el sustituto de la JEN- decidió paralizar el reactor y, tras varios intentos de reapertura, lo desmanteló definitivamente en 1987. Sin embargo, en ciertas ocasiones todavía se siguen detectando niveles elevados de radiación en zonas del Campus de Moncloa. La más reciente, en 2006, como recoge el diario El Mundo, cuando el CIEMAT investigó restos de plutonio, americio y radio 226 bajo unas instalaciones deportivas.
*En 1971, el el Centro Superior de Estudios de la Defensa Nacional (CESEDEN), elaboró un informe confidencial en el que señalaba en sus conclusiones que «España podía poner en marcha con éxito la opción nuclear militar», aunque ninguna fuente oficial española lo reconocería hasta que, ya en 1976, nuestro ministro de Asuntos Exteriores, José María de Areilza, reconoció que nuestro país estaría en condiciones de fabricar la bomba «en siete u ocho años si nos pusiéramos a ello»

(Puede consultarse en: http://www.elmundo.es/cronica/2001/CR295/CR295-12.html)

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