$E VENDE TODO (LO QUE QUEDA)




Por: Carlos Pérez Alvarado

Todos los países del mundo se rigen por un gobierno, el que puede ser legítimo o ilegítimo, pero todos ellos deben adoptar un modelo de economía para funcionar. Desde principios del siglo pasado y hasta fines de los ochenta pareció haberse consolidado, hasta lograr la victoria final, una de las principales corrientes, el capitalismo, en contraposición al socialismo imperante en las naciones de la ex órbita soviética, el que, luego de la caída del Muro de Berlín, se derrumbó estrepitosamente. Es cierto que ese viejo socialismo ya no se practica en casi ningún lugar del Planeta, pero no necesariamente esto implica una visión unipolar de la economía.
El mundo se dividió por mucho tiempo entre los países capitalistas y los socialistas pero, obviamente, nada es blanco y negro y en la práctica los Estados democráticos y no democráticos ponen en práctica modelos más o menos fieles a los principios básicos de ambas opciones. Más aún, quizás si la mayoría adoptó una mezcla de ambos sistemas; capitalistas para algunas cosas, socialistas para otras. En términos simples el capitalismo aboga por la iniciativa individual y la reducción del papel del Estado en grados variables, al contrario del socialismo que propugna una economía centralizada con un fuerte y casi exclusivo rol del Estado en el manejo de los bienes y servicios. Reduciendo aún más el asunto se podría decir que un capitalista extremo buscará minimizar el papel del Estado desentendiéndose de un sinnúmero de actividades que son entregadas a la iniciativa privada mientras que un socialista extremista bregará para que el aparato estatal, con millones de funcionarios públicos se haga cargo de todo.
Es raro escuchar discusiones acerca de esta trascendental materia que, al fin y al cabo, nos afecta a todos los ciudadanos, en el trabajo y en la vida. De todas formas no es necesario estudiar o averiguar demasiado para enterarse que el modelo que adoptó Chile, sin que le preguntaran a sus habitantes durante el régimen militar, ha sido internacionalmente citado como “el laboratorio del neoliberalismo (otra forma de llamar al modelo capitalista)” y muchos analistas consideran a nuestro país como la cuna de una de las formas más fundamentalistas en que se puede manejar la economía de un país.
Se pueden mencionar muchos ejemplos que demuestran que en Chile se hace lo que en otros países, también capitalistas o neoliberales, no se imaginan, no se atreven o no han podido consumar, como entregar gratuitamente a empresas privadas extranjeras la propiedad del agua o que permite la llamada “concesión plena”, que adjudica los derechos de explotación a perpetuidad de los recursos mineros y autoriza la extracción del concentrado de cobre, que las empresas luego procesan en otros países para extraer el oro, la plata, o el molibdeno, que no es declarado en sus ganancias.
Hay otros países que, siendo también capitalistas, no aceptarían jamás que la salud y la educación fueran preferentemente privadas como en Chile, o donde las pensiones siguen siendo administradas por el Estado mediante la figura del aporte solidario, en el que los trabajadores jóvenes financian la jubilación de los viejos. En otros, como en Europa, el transporte público es estatal y jamás permitirían que una empresa chilena tuviera en sus manos el 80% de la generación eléctrica de Alemania, por ejemplo. Algunos países latinoamericanos, como Bolivia o Ecuador se opusieron firmemente a la embestida privatizadora en los años 90 de las empresas sanitarias, algo que acá se hizo hace muchos años sin que muchos reclamaran.
Está claro que, aunque fue implantado durante el gobierno militar, el modelo económico ultraliberal chileno se consolidó durante los 4 gobiernos de la Concertación, con sus medidas privatizadoras y deshaciéndose de casi todas las empresas que fueron creadas, mantenidas y financiadas por generaciones de chilenos con sus impuestos. Un solo dato; Codelco, la mayor corporación estatal extraía y comercializaba cerca del 80% del cobre chileno al momento que asumió Patricio Aylwin, hoy en día esa cifra ha bajado a casi el 30%, apenas. Durante los 20 años que gobernaron, en lugar de atenuar la exagerada participación que han alcanzado los privados en el manejo de nuestras vidas, favorecieron un modelo que llamaron “abierto” y que en el fondo sólo implica que esas grandes corporaciones disfruten de condiciones no vistas en otras partes.
Los partidarios e interesados en mantener este modelo económico se valen de muchos argumentos, aceptados como axiomas o verdades reveladas, con los que minimizan o ridiculizan el papel que debe jugar el Estado en la solución de los problemas de sus ciudadanos. Suelen hablar de la “grasa” que hay que extirpar del aparataje lo que en definitiva significa despidos de funcionarios, más encima desprestigiados y calificados de flojos y conflictivos. En nuestro Chile los privados pueden resolver todo, desde administrar cárceles u hospitales, y en cambio no tienen por qué controlar un paupérrimo 30%, de lo que queda de patrimonio estatal en las empresas sanitarias. Tampoco el Estado tiene que generar electricidad, ni extraer el gas y el petróleo de Magallanes. No pertenecen a una economía abierta a la inversión extranjera, leyes laborales y ambientales muy estrictas que puedan “espantar” a esos millonarios que generan trabajo. Hay que eliminar todos los “lomos de toro” que entraban desarrollo, afirman.
Entonces, hoy día la disyuntiva en realidad no radica en saber si lo que necesitamos es “más, o menos Estado”, sino “un poquito, o NADA de Estado”. Sin embargo, justamente, ésta parece ser la consigna del Presidente Piñera, alguien que sabe mucho de negocios, no cabe dudas.

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