Los espías botánicos





La brutal expansión del capitalismo desde Europa al resto del mundo no se hizo solamente sobre la base de explotación, sangre y asesinatos masivos o esclavización de grupos (y a veces continentes) enteros. Hubo idas y vueltas con los productos codiciados, en su mayoría plantas y semillas, que los antecesores de Kim Philby se encargaron de piratear.
Uno de los más recientes y sonados casos de espionaje industrial tuvo por protagonista a Xiang Dong Yu, un ingeniero que trabajaba para Ford en Estados Unidos. El chino fue condenado por haber vendido tecnología y know-how secreto a varias empresas automotrices de su país. Sin embargo, los chinos se quejan de que Fiat y la multinacional minera Río Tinto les habrían pirateado información estratégica y tecnología. Hace unas décadas, en circunstancias como éstas solía aparecer Japón, hasta que los japoneses llegaron a ser una potencia industrial, comenzaron a producir su propia tecnología y también tuvieron que empezar a cuidarse de los espías.
En términos generales, los chinos no dejan de tener razón, si consideramos que a través de los siglos los occidentales les han venido pirateando inventos como la brújula, la pólvora, el papel y la porcelana. De hecho, uno de los casos más antiguos de espionaje técnico que se registran se remonta a los años 550 de nuestra era y tuvo a los chinos por víctimas. En esos tiempos, mientras que el poder romano decaía en Occidente, los bizantinos estaban muy activos. Como la seda que consumían era carísima porque había que traerla del Oriente, enviaron dos espías para robarles el secreto a los chinos. Disfrazados como monjes predicadores, ambos recorrieron China siglos antes que Marco Polo, y aprendieron mucho. En lugar de enredarse en esas discusiones que tan mala fama les habían dado, los bizantinos contrabandearon huevos del gusano de seda y hojas de morera escondidas en el hueco de sus bastones de caña. Por supuesto, en cuanto Bizancio comenzó a producir su propia seda, se cuidó muy bien de que nadie le robara el secreto.
En cuanto a los Estados Unidos, fue el propio Thomas Jefferson quien contrabandeó plantas de arroz italiano para las plantaciones del sur, y pagó para que le consiguieran semillas de cáñamo, que entonces todavía se usaba para hacer sogas y no alucinógenos. A fines del siglo XIX había muchos yanquis que visitaban las fábricas inglesas, curioseaban todo y se copiaban los productos, hasta el día en que comenzaron a levantar sus propias industrias en Rhode Island y Massachusetts.
LAS ADUANAS VERDES
El ejemplo de los bizantinos nos muestra que el espionaje técnico precedió en varios siglos a la industria, que es un fenómeno relativamente reciente. El espionaje desempeñó un rol de importancia en la naciente economía capitalista. Hace unos años, cuando se comenzó a hablar de “globalización”, Aldo Ferrer solía recordarnos que el proceso había comenzado con el “descubrimiento” de América. Quizás hasta hubiera que remontarse a las Cruzadas, que dieron a conocer en Europa las especias y el molino de viento. Los viajes de exploración que emprendieron los europeos entre los siglos XV y XIX, desde Colón hasta el capitán Cook, les permitieron conocer una enorme variedad de vegetales útiles. La papa, el maíz, el tabaco, el café y otras cosechas generaron una gran demanda en las metrópolis y emprendimientos productivos en sus colonias.
Los imperios coloniales –como España y Portugal por un lado y Francia, Holanda e Inglaterra por el otro– comenzaron por capitalizarse gracias al monopolio de ciertos productos estratégicos. Pero pronto empezaron a espiarse unos a otros para apoderarse de los negocios de la competencia y quitarles el mercado. Muchas de las transacciones diplomáticas de esa época se explican como concesiones parciales para retener las colonias con mejores perspectivas económicas. Los holandeses cedieron Manhattan a los ingleses con tal de conservar la Isla de Banda y su producción de especias. Los franceses entregaron sus posesiones de Canadá con tal de seguir explotando la isla de Guadalupe y su producción azucarera.
En ese tiempo en que se ignoraba la existencia del genoma, la biodiversidad era el software más cotizado. La investigación botánica equivalía a lo que hoy es la tecnología de punta y sus laboratorios estaban en los viveros y jardines botánicos. Había un activo tráfico de semillas, generalmente clandestino, y la botánica reinaba hasta en los blasones nobiliarios. El escudo de Sebastián Elcano ostentaba la efigie de dos reyes malayos, adornada con ramas de canela, nuez moscada y clavo de olor.
Basta pensar que todavía en 1829, en plena revolución industrial, las conferencias botánicas del profesor Bigelow en Harvard llevaban por título Elementos de la tecnología. El valor estratégico de la botánica, una ciencia aplicada al desarrollo de una agricultura en gran escala, llevó a fundar auténticos centros de investigación, que eran los equivalentes barrocos del Silicon Valley.
Cuando a los burgueses que gobernaban la ciudad de Leiden, en Holanda, se les dio a elegir entre dejar de pagar impuestos por diez años o bien sostener una universidad, no dudaron en optar por lo último. Su jardín botánico pasó a ser una fuente de conocimiento para toda Europa. Entre otras cosas, desde allí se difundió el tulipán, que fue un espectacular negocio para los holandeses, y se sostuvo más allá de las modas. La Compañía de Indias fue montada por armadores que fletaban barcos en busca de mercaderías, financiados por el tesoro de las ciudades holandesas. Llegaron a dar lugar a locas especulaciones sobre el valor de cargamentos bastante dudosos de obtener.
Pero pronto llegó la hora de las inversiones a largo plazo. En 1631, cuando la Compañía de las Indias Occidentales puso a Mauricio de Nassau al frente de sus posesiones en Brasil, el príncipe llegó a América acompañado por medio centenar de científicos, para fundar un observatorio astronómico, un zoológico y un jardín botánico. Los ingleses no se quedaron atrás y Oxford también tuvo su Jardín. Es sabido que allí llegó a trabajar el filósofo John Locke, quien aún empeñado en construir la teoría política moderna, no desdeñaba menesteres más empíricos, como la clasificación de plantas.
El poder colonial se construyó sobre la base de esa “tecnología” que la naturaleza había incorporado a las semillas, o a las técnicas que permitían clonar las plantas, para aclimatarlas en las colonias y emprender su explotación. Conquistadores primero, exploradores después y científicos más tarde, nunca dejaron de estar al servicio del interés político tanto como del económico. Si se los financiaba era para obtener conocimientos útiles.
A mediados del siglo XVIII el militar francés Charles de la Condamine llegó a América con una expedición destinada a medir el meridiano terrestre (una información vital para la náutica), pero emprendió su propia exploración del Amazonas. Gracias a él llegaron a Europa las primeras noticias sobre las propiedades del curare, la quinina y el caucho. Una de las misiones asignadas al Beagle, el buque que tuvo a Darwin por ilustre pasajero, era la de hacer un relevamiento de recursos vegetales como maderas, cereales, legumbres, frutas y bebidas, incluyendo el mate, que Darwin se acostumbró a tomar en Buenos Aires.
TECNOLOGIA “APROPIADA”
El robo de tecnología sigue siendo un próspero negocio hasta en estos tiempos, a pesar de toda la maraña de patentes, convenios, royalties y transferencias. Mucho más lo sería entonces, cuando cualquier recurso parecía lícito para desarrollar fabulosos negocios y arruinar a los competidores. Para contar estas historias, no alcanza con un solo Galeano. La East Indies Co. ofreció cuantiosas recompensas para quien lograra apoderarse de la cochinilla, un bicho que en México se usaba como colorante textil, pero más exitosos fueron los espías holandeses que llevaron a Java el café, que dejó de ser monopolio árabe. El botánico Archibald Menzies llevó a Inglaterra la araucaria después de cenar con el gobernador español de Chile y meterse en el bolsillo cinco de las semillas que adornaban la torta.
En Jamaica, los ingleses capturaron un barco francés y se apoderaron de plantas de canela, mango y nuez moscada, que pronto empezarían a cultivar. Cuando llegaron noticias del árbol del pan a la isla caribeña se pensó que su fruto sería el alimento más barato para los esclavos africanos que trabajaban en las plantaciones. En 1788 la West Indies fletó un barco a Tahití para hacerse de algunos retoños. El barco era el Bounty y el capitán era un déspota llamado William Bligh. Como todos aprendimos en la famosa película con Charles Laughton, los marineros se amotinaron, tiraron al mar más de tres mil arbolitos, y desertaron para quedarse a vivir con los nativos. Con todo, Bligh se repuso, volvió con una escolta militar, y le entregó a la West Indies otras mil doscientas plantas.
AGENTES SECRETOS
El hombre clave para la ruptura de la hegemonía española y portuguesa del comercio marítimo fue el espía Jan Huyghens van Linschoten (1536-1611), un astuto holandés que se ganó la confianza del obispo de Goa hasta llegar a ser su secretario. Pacientemente, Jan se copió las cartas náuticas portuguesas que permitían llegar al Oriente pasando por el estrecho de Sonda. De ese robo, nacieron las dos poderosas Compañías de Indias Orientales, la inglesa y la holandesa, que pronto quebraron el monopolio portugués.
De paso, el espía se copió el libro de García da Orta sobre drogas y plantas medicinales de la India. Su importancia era tal que había sido uno de los primeros textos europeos impresos en Asia. No extrañará mucho que un poderoso banco holandés otorgue hoy un premio que lleva el nombre del espía para las “contribuciones al comercio internacional”. No era el primer pirata que fue ennoblecido por sus servicios.
Uno de los objetivos que los ingleses se propusieron desde temprano era aclimatar en la India plantas americanas, para aprovechar el clima. Fue así como Clemens Markham llevó la quinina a la India, pero no tuvo suerte con el caucho, porque sólo una docena de plantas de Hevea brasiliensis llegaron a Inglaterra y se secaron enseguida. El caucho era un fabuloso negocio en Brasil. Había permitido que sus “barones” acumularan fortunas, levantaran mansiones, una catedral y un teatro de ópera en Manaos, porque no tenían competencia.
Robarse semillas del árbol del caucho era un delito en Brasil. Markham le encargó cometerlo al colono inglés Henry Wickham (1846-1928), que estaba radicado en Santarem, en la confluencia del Amazonas y el Tapajoz.
Wickham, a quien los brasileños recuerdan como “el eco-pirata”, despachó a sus indios a acopiar semillas de Hevea, porque le habían ofrecido diez libras por cada mil semillas. Por supuesto, luego objetaron que sólo le pagarían por las que llegaran sanas.
El inglés juntó nada menos que 70.000 semillas, las secó y las escondió en canastos de caña, disimulándolas con varias capas de hojas de banano, como si fueran nueces tropicales. El contrabando se consumó cuando salió al encuentro del vapor turístico Amazonia, que hacía su viaje inaugural, y con él logró despacharlas a Inglaterra. De este modo, las semillas llegaron a manos del botánico J. D. Hooker, uno de los grandes amigos de Darwin. Las sembraron en Kew Gardens y aunque sólo un 3,75 por ciento de ellas germinó, fueron suficientes para llevar el árbol del caucho a Malasia, Indonesia e India.
En poco tiempo, las eficientes plantaciones británicas, organizadas con criterios industriales, llevaron a la ruina a los caucheros brasileños, que no lograban ganarles a las plagas naturales ni superar los métodos artesanales. Con todo, Wickham no tuvo los beneficios que esperaba. Recién en la vejez lo hicieron caballero y le dieron una pensión, para que meditara sobre la grandeza victoriana. Como dijo un conocido gremialista argentino, “la plata no se hace trabajando”. ¡Es la famosa acumulación primitiva del capital, estúpido!
Fuente: Página 12

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