Copenhague, lo menos posible





Alejandro Nadal
La Jornada



Las cosas no pintan bien en la conferencia de Copenhague sobre el cambio climático. A sólo tres días del final, la probabilidad de que todo termine en un gran fracaso es alta. Sin embargo, también es probable que en los próximos días escuchemos la retórica de los “líderes” de los países más contaminantes que se felicitan por el “acuerdo histórico” que saldrá de la COP-15.
Pero nadie debe engañarse: las metas sobre la mesa de negociaciones son inferiores a lo que muchos científicos consideran necesario para estabilizar las concentraciones de dióxido de carbono equivalente (CO2e) en la atmósfera. Para James Hansen, del Instituto Goddard de la NASA, el nivel seguro de concentración de CO2e en la atmósfera es de 350 partes por millón (ppm). No es el único científico en considerar que éste es el umbral de estabilidad en la atmósfera. Pero en la actualidad la concentración de CO2e es de 390 ppm y esto aumenta 2 ppm cada año. Por eso muchos gobiernos abrazan la meta de 450 ppm que emerge del Cuarto informe del IPCC en 2007, más por comodidad que por convencimiento. Pero esa meta ya acarrea consecuencias desastrosas en regiones como África y Oceanía.
Desde hace meses se sabía que no había tiempo para lograr un tratado en Copenhague y que de ahí sólo saldría un acuerdo político con los grandes lineamientos de un tratado cuyos detalles serían negociados en 2010. Ese nuevo tratado debía conservar el esquema de metas obligatorias de reducciones de emisiones del Protocolo de Kyoto. Pero el escenario se ha complicado. Casi todos los grandes países contaminantes sólo ofrecen lo menos posible para no salir tan raspados de Copenhague. Por eso la irritación de un centenar de países pobres va en aumento.
La situación es difícil: con tal de no regresar a casa con las manos vacías, los participantes en la COP-15 terminarán por sacar un texto impreciso para posponer el día en que realmente los gobiernos se pongan a trabajar en serio. Un acuerdo demasiado general hará peligrar todavía más las perspectivas de mantener el esquema vinculante de las metas de Kyoto.
Bajo estas condiciones, un acuerdo ambiguo para satisfacer a todo mundo estará marcado por grandes defectos. Lo más probable es que consagre un abanico de artilugios que permitirán a los contaminadores eludir los compromisos que adopten. Con tanto agujero, el nuevo tratado va a parecer una inmensa coladera.
Además, cualquier cosa que salga de Copenhague tendrá al mercado de carbono como principal instrumento para alcanzar sus objetivos. Esta es la solución preferida por las grandes corporaciones y la comunidad financiera, y es la mejor receta para un fracaso no de dimensiones históricas, sino bíblicas. Pero para cuando el mundo se percate del estropicio, numerosas islas estarán bajo el agua, muchos glaciares habrán dejado de ser fuente de agua para cientos de millones de personas y el calentamiento global podría haber entrado en un proceso de retroalimentación positiva, con procesos acumulativos fuera de control. Podríamos estar en un camino sin retorno para la humanidad y buena parte de la biosfera.
Frente a esta triste perspectiva, habría sido bueno que México adoptara una posición de liderazgo en la COP-15. Pero en lugar de presentar una posición bien armada, el gobierno mexicano lleva un triste documento bajo el brazo. Para cuando el señor Felipe Calderón comience a balbucear trivialidades allá en Copenhague el jueves, ya todo estará dicho con su triste Programa estratégico de cambio climático (PECC).
Ese documento establece el compromiso de reducir las emisiones de CO2e en el año 2050 en un 50% con respecto a las emisiones de 2000. Muchas de las acciones para alcanzar ese objetivo no resisten un análisis serio, pero eso ya es estándar en los documentos oficiales del gobierno mexicano. Lo más grave es que esto es sólo una “meta aspiracional”, como dice el documento.
¿Cómo se va a lograr esa “meta aspiracional”? El PECC es claro: sólo se podrá concretar si se “dispone de mecanismos de apoyo financiero y tecnológico por parte de los países desarrollados a una escala sin precedentes”. O sea: a lo que aspira el gobierno es a conseguir dinero de los mecanismos que podrían constituirse en un acuerdo post-Kyoto. Esa visión es absurda: los recursos necesarios para alcanzar un perfil energético bajo en combustibles fósiles son mucho mayores que lo que se pueda captar a través, por ejemplo, de mecanismos ligados al mercado de carbono. Y si contabilizamos el costo de adaptación dada nuestra vulnerabilidad, los recursos proporcionados por los países desarrollados simplemente no van a alcanzar. Así que la meta “aspiracional” es un insulto, por decirlo diplomáticamente.
El gobierno mexicano llega a Copenhague envuelto en oportunismo para esconder su parálisis. Esa postura daña a los países más afectados y hace el juego a los ricos. Así, el gobierno mexicano también pone su granito de arena para asegurar el fracaso de la conferencia de Copenhague.
Fuentes: http://www.jornada.unam.mx/2009/12/16/index.php?section=opinion&article=022a1eco
http://nadal.com.mx

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